Bueno, como comentaba ayer en una entrada del blog, lo mejor para tener buen sentido del humor es saberse reír de uno mismo.
He sido torpe y patosa toda mi vida, por lo menos desde que tengo recuerdos. Esto, cuando era niña, era fuente de gran preocupación y desasosiego para mí. Nunca me ha gustado llamar la atención, me tengo por una persona bastante discreta, pero mis meteduras de pata siempre acababan por provocar risas ajenas para gran vergüenza mía.
Os iré contando varias anécdotas que, juro y perjuro, son verídicas.
Con 16 años empecé a salir con Miguel, el que hoy en día es mi marido. Una tarde me invitó a tomar algo. Fuimos a una cafetería y yo pedí un batido de chocolate. Estuvimos hablando largo y tendido durante horas.
Hasta ahí todo bien pero, como había pasado bastante rato desde que pedí el batido, Miguel me dijo con toda su buena intención: “Uy, se te ha depositado el chocolate en el fondo del vaso”.
A mí, que estaba absorta y embobada (como la mayor parte del tiempo estoy, dicho sea de paso), no se me ocurrió otra cosa que coger el vaso y agitarlo para que se mezclara el chocolate con la leche.
Podéis imaginar donde acabó el batido…, directo a su camisa.
Me quedé de piedra y empecé a deshacerme en disculpas.
Miguel, en lugar de enfadarse, empezó a reír y yo colorada como un tomate pensando “tierra, trágame”.
Me gusta pensar que ese día fue el que se enamoró de mí: no podría aburrirse nunca con alguien tan torpe como yo… ¿no creéis?